Para todos quienes crecimos viendo a Rocky Balboa
en la pantalla chica (la que era realmente chica), sabe cómo pasó de ser un don
nadie a enfrentarse contra el campeón mundial de los pesos pesados, Apollo
Creed. Rocky aceptó una invitación arriesgada y publicitaria para enfrentarse a
Apollo. Hasta ese momento era apenas un cobrador de deudas de la mafia local,
porque sabía quebrar dedos. Su entrenamiento había consistido en perseguir y
atrapar gallinas y golpear cuerpos de reses en un frigorífico.
En la primera pelea, perdió por puntos ante
Apollo, el público creyó que los jueces le robaron el triunfo. En la segunda
pelea, ganó por décimas de segundo. El Rocky nuevo campeón vencedor se nos
aburguesó.
El poco letrado Rocky ahora se vestía con trajes
italianos y era portada de las revista de papel couché. Su rostro y sus
victorias (falsas) constituían buena imagen para la publicidad. Vino la tercera
pelea contra un desconocido Cubbler Lang (Mr. T), pensado como un trámite más.
En los primeros minutos, Rocky entró al ring como una bestia, batalla fácil,
pero la bestia del otro lado lo hirió, lo derrotó, lo humilló y se lo comió
crudo en un marcador que se podría extrapolar como un 7-1. Para llorar.
Es la moraleja del país organizador del Mundial de
Brasil 2014, que se confió como el Rocky de la saga cinematográfica y fue tan
humillado que nosotros los espectadores por la televisión no lo olvidaremos
jamás.
Volviendo a la saga de Stallone, a los brasileños
se les ha perdido 'el ojo del tigre': la ventaja que poseen los que no tienen
ninguna posibilidad de ganar y, por eso mismo, ganan.
Hoy se nos acabó el mundial, pero me queda el
consuelo que ganó mi equipo favorito entre los dos que llegaron a la final. Y
desde mañana guardaré mis empeños futboleros para ver si en cuatro años más soy
multimillonario y viajo a Rusia en mi jet privado.
Calcule usted las posibilidades.