martes, 18 de noviembre de 2014

Metro y sus ruedas como de camión.


La primera vez que me subí al Metro de Santiago iba con mis padres, después de habernos desplazado unas 10 horas en bus desde Concepción a la Capital.
Era un tiempo muy antiguo, el metro aún no tenía una década de funcionamiento y todavía era una tremenda novedad, no sólo para los provincianos, sino también para los capitalinos de la periferia. Así que llegamos una mañana de primavera, yo iba pegado a la ventana del bus mirando los edificios altos y el ajetreo de la gran urbe. No se conocían tacos o aglomeraciones, ni tampoco el moderno concepto de "hora punta". No había lanzas trabajando en los vagones, ni vendedores de bandeja de sushi en las escaleras de salida. Era un país triste, agobiado por la crisis económica que se arrastraba por décadas, y por una dictadura militar que nos mantenía derechitos.
Cuando ya viajaba solo a la capital, debía permanecer en los andenes en la mañana "haciendo tiempo", porque los provincianos solemos llegar temprano a la capital. Era otra época.
El Metro actual, que también lo conozco, lo que le falta es algo de esa soledad de antaño, pues son los usuarios los que se han multiplicado como una pesadilla. Mientras por décadas no falló ni un tornillo, es cada vez más frecuente la noticia de los descalabros a gran escala que paralizan Santiago. Es evidente que el sistema sucumbió.
Hemos visto imágenes del Metro de Japón, y de cómo se ha creado el oficio de empujador de pasajeros: señores con guantes blancos que aprietan a la gente para poder cerrar las puertas.
Todo este embrollo no se veía cerca cuando fui la primera vez a conocer el Metro. Nos subimos en la estación Los Héroes hasta Escuela Militar; para mi fue un parque de diversiones. Cuando regresé al sur, le conté a mi abuelo que el Metro usaba neumáticos como los camiones y no las ruedas de fierro propias de un tren. Creo que nunca me creyó.

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